Yo tenía nueve años y entonces
creía que aquel era el peor día de mi vida. Papá vino a buscarme a la parada
del autobús que me traía de mi nuevo colegio. Atrás quedaban mis amigos de la
infancia y el cole a la vuelta de la esquina, todo un cambio que a mi corta
edad era un huracán. Me dio la mano, sonrió y me llevó a comprar lápices nuevos
de colores. “Harás grandes amigos, ya verás, confía en mí”, me dijo.
imagen. elcorreo.com |
Llevo ese
momento guardado en esa caja de instantáneas únicas que tiene el corazón.
No recuerdo ir con papá al
parque, tampoco a montar en bici, no lo recuerdo leyéndome un cuento, ni
cantándome una canción y mucho menos preguntándome la lección. Recuerdos que
probablemente atesoraran mis hijas mañana, el día que piensen en su papá.
Quería escribir un post especial
para el papá de mis niñas pero he pensado mejor en dedicárselo al mío, a mi padre.
Porque quizás, acorde con su generación, él permanecía presente pero lejano en
un hogar donde mi abuela, mi madre, mi hermana y mi tía ya eran muchos para dar
mimos, cambiar pañales, jugar a las muñecas o leer cuentos e ir al parque.
Si
mi recuerdo es su mano fuerte apretando la mía es porque eso es lo que mi padre
me regaló desde bien pequeña: seguridad y la fuerza de saber que, en los
momentos difíciles, él estaría conmigo. No he dejado de consultarle nunca sobre
las cosas importantes que me sucedían. Nunca me ha impuesto nada, me ha
aconsejado si le he pedido opinión, no se entromete y respeta mi vida y ahora
diría que lo hace lejano pero presente. Porque quizás mi padre no ha sido el
mejor padre del mundo, pero es el mío y yo lo quiero muchísimo.
Felicidades papá.
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