Ilustración de Pascal Campion |
¿Que qué estoy haciendo?, me preguntan los paseantes del túnel si lo tengo cerradito este verano. Claro que no, sigo aquí regando flores, celebrando las nueve primaveras de Pitagorina, viendo crecer a Pizpireta y vuelta del revés con las travesuras del pequeño Wilson. He disfrutado del mar y de interminables momentos de lectura y me he permitido un tiempo para avanzar en "Mujer en Gris". No sé si seré capaz de terminar, ni siquiera pienso en ello. Creo que necesito esperar a que las hadas crezcan un poquito más para sentarme a escribir con tiempo y calma. En cualquier caso, disfruto mucho cuando lo hago. Aquí os dejo un nuevo pedacito, espero que os guste.
"Otra vez iba a perder unos
kilos. Seguro. Ya me pasó con las otras mudanzas y con esta no sería menos.
Terminé de pasar la fregona a la cocina y me preparé un café. Necesitaba
pensar. Me senté encima del silestone beige que papá me había recomendado como
encimera. Relucía cuando estaba limpio y resaltaba sobre los armarios de color
chocolate. El suelo todavía tardaría en secarse en esa tarde de frío inusual de junio. Repasé mi taza con
la cucharilla varias veces hasta tomar el primer sorbo, sin azúcar. El reloj de
pared marcaba las cinco y mi vuelo salía a las 23.15h. Aún tenía dos horas de
viaje hasta Barajas. Eso era de nuevo lo más fácil, salir corriendo, y la
excusa perfecta para no ir al entierro de mi abuelo en Sevilla. Mamá me llamó
afligida: _lo entierran mañana Mati, me gustaría tenerte a mi lado, por favor,
ven.
Me esperaba mi editor en Buenos
Aires, con el que había firmado un suculento contrato por mi último libro
“Mujer en gris” que ahora iba a llevar a la gran pantalla un director novel del
país. El éxito me había llegado joven, a
mis 35 años, mis libros se habían traducido a no sé cuantos idiomas y se
habían vendido millones de ejemplares. Concedía numerosas entrevistas y tenía
mi propia columna en la sección de cultura de El País. Fue una suerte que papá
me regalara con ocho años una máquina de escribir. Con ella gané mi primer
concurso de cuentos y con ella me cree otras vidas que no eran mías y me
divertían y enredaban más que la mía propia.
Me fui pronto de casa a pesar de
mi madre y para descanso de mi abuelo con el que mantuve una tensa relación
desde mi más tierno recuerdo. Él no quería a mi padre y yo no le perdoné a mi
madre que no supiera hacerle frente al viejo cascarrabias. El mismo día en que
echó a mi padre de casa, juré no hablarle nunca más y me prometí a mi misma que
saldría de aquella casa en cuanto me fuera posible.
Recuerdo perfectamente ese tarde, la tata Ana
tejía mis largas trenzas y sacaba el pañuelo de su bata azul para enjuagar un
llanto que no cesaba. Me llevó temprano al cole que llevaba el nombre de mi
bisabuela paterna, Colegio Publico doña Matilde Valenzuela. _ Eres tan bonita
como lo fue ella, pero tú eres fuerte, muy fuerte Mati, solía decirme la tata.
Regresé a casa con una fiebre altísima, no comí más que huevo pasado por agua
en muchos días y sólo hablaba con la tata para desesperación de mi madre. Una
mañana, a escondidas del abuelo, mamá trajo una carta que enviaba papá y un
paquete muy grande. Mi máquina de escribir. En pocas palabras mi padre me decía
que me portara bien, que el abuelo me quería mucho y mi madre más, que ahora
era muy pequeña, que la vida era complicada y que algún día entendería las
cosas. Las cosas. _ ¿Qué cosas Tata?, preguntaba yo mientras la ayudaba en la
cocina a preparar torrijas. Ella suspiraba con la poca fuerza de los muchos
años que tenía. Nadie mejor que la mujer que amamantó a mi abuelo conocía los
secretos que habitaban en mi casa. Murió una tarde fría de invierno. Fue la
primera y única vez que vi llorar al cascarrabias. También la única en que me
cuestioné si de verdad sabía quién era mi abuelo.
Me refugié en mi máquina de escribir, mamá aceptó apuntarme a
clases de mecanografía a cambio de que habláramos las dos un poquito más. Yo
hacía mis deberes en cuanto venía del cole y luego me quedaba escribiendo historias, cuentos y
fábulas. Ni el abuelo, ni mamá decían nada porque mis notas en el cole eran
sobresalientes. Fue mi profesora la que me animó a presentarme al primer
concurso que gané y que supuso el inicio precoz de mi carrera de escritora.
Salí por piernas del pueblo para licenciarme en Sevilla en filosofía y letras.
Ya no regresé. Conseguí hacer colaboraciones en prensa y me encerré en un ático
en la calle goles para escribir mi primera novela.
Para terminar Mujer en gris, había alquilado una preciosa casita
en la mancha. Pedro se encargó de buscarla. Era de lo poco, lo único que yo le
pedía a mi editorial, un lugar nuevo donde empezar a escribir. Una manía, ya
ves. Me parece que cada historia que escribo empapela las paredes que la
cobijan y cuando las termino, necesito cerrar puertas y buscar refugio nuevo.
Pedro tenía diez años menos que yo. Él y su hermano Juan habían heredado una
pequeña editorial a la muerte de su tío. Juan, reputado cardiólogo en Sevilla,
quiso saber poco de ella y pocos en la familia apostaron por lo qué haría el
menor de los hermanos con la vieja editorial. Había colgado los estudios de
medicina a mitad de carrera. Él sería el primero en no seguir los pasos de su
abuelo, su padre y su hermano. Un disgusto en la familia. Todavía recuerdo
cuando entré en su oficina. Editorial La Pluma Azul, una más de las que encontré en internet
y la única que había aceptado mi manuscrito. Lo que me había
costado. Una retahíla de “losientos”, sólo aceptamos autores conocidos,
“losientos” por no poder leer más manuscritos, estamos hasta arriba,” losientos“
por no poder atenderle en este momento. “Losientos” a montones. Poco sabía yo
que él mío era el primer manuscrito que se leía en la rescatada editorial de
Pedro. Tuvimos suerte los dos. La pluma Azul lanzó discretamente mi primera
novela y el boca a boca hizo el resto.
_Me voy a Londres.
_No te puedes ir ahora, Mati. Estás en plena promoción.
Pedro se quitó sus gafas de pasta negra y me miró largamente
arqueando las cejas.
_ ¿Vas a irte?, ¿verdad? Y yo no puedo convencerte.
_Eso es.
_¿Eso es? ¿Eso es todo lo
que vas a decirme? De verdad, querida, no sé cómo alguien que escribe como tú
puede ser tan parca en palabras.
Un año era el tiempo que hacía nos conocíamos, pero Pedro sabía
leerme mejor que nadie. Era atractivo. Todos los hombres de su familia lo eran.
Sólo que a él no le apetecía cuidar esa cualidad y hasta en la presentación de
nuestro primer éxito, se presentó en la Casa del Libro con unos chinos sin
planchar y una camisa remangada a medias que le había visto el día anterior.
_ Por Dios Mati, dime que no es ese tu editor. Mi amiga Lucía me cogió del brazo
rescatándome después de una larga firma de libros.
_¡Está buenísimo! ¿no piensas presentarnos?
Sonreí a mi mejor amiga y agité su ondulada melena rojiza. Lucía.
Las dos nos habíamos criado en el pueblo y no tengo ningún recuerdo en el que no
esté presente. Si fuéramos personajes de ficción, ella sería la pasional Rita y
yo la tímida Esther de los cómics de Purita Campos que las dos devorábamos en
las tardes de verano. Nuestra vida había corrido paralela por dos senderos bien
diferentes. Ella siempre me cuidaba. Como el día que se llevó una buena
regañina de Sor Pilar y se quedó una semana sin patio por tirarle de las
trenzas y ponerle la cara colorada de un buen sopapo a Maqui y Maribel que
andaban burlándose de mi porque todavía no era capaz de saltar más de cinco
veces seguidas a la comba. Teníamos seis años. Mi pelirroja amiga me salvaba de
la vida emocional: contestaba por mí y buscaba en mi ropero lo mejor para
resaltar con mi piel color aceituna.
_Suerte que tienes de tener esos ojos verdes a juego, Mati, solía
decirme sentada en mi cama, soñando por tener edad para que por fin nos dejaran
ponernos máscara en las pestañas. Hablaba más con mamá que yo. Todavía ahora lo
hace.
Me marché a Londres dejando a Lucía en brazos de Pedro, sin hablar
con mamá. Para entonces yo ya era toda una revelación literaria. De mi se decía
que había puesto a toda una generación a leer y se esperaba con impaciencia mi
segundo trabajo. La prensa se había encargado de rebuscar en mi historia
personal y no tardaron en sacar a la luz que era la única heredera de un rico
hacendado andaluz, que estaba alejada del entramado empresarial de mi familia, que
era atractiva pero fría y distante y que se desconocía mi historial
sentimental. Vaya. No estaba mal. Al parecer había puesto a Marchena en el
punto de mira, con periodistas haciendo cola en la puerta de mi casa.
Esperé a que pasara la tormenta. Me gustaba mi vida en Londres. Gracias
a Maribel, había alquilado una casita en Notting Hill y a lo Julia Roberts,
jugando al despiste, me enamoré del barrio y de mi vecino John. "
Oye que bonito, ya me enganché. Ahora tendrás que terminarla pronto!!! ;)
ResponderEliminarVaya con mi amiga escritora como vas engrasando tu estilo..
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